“Un hombre, un voto”
Artículo publicado en el diario “La Verdad” de Murcia el 13 de diciembre de 2011
“España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho…”, proclama nuestra Constitución en su art. 1.1, reconociendo así los pilares fundacionales sobre los que debiera asentarse nuestro Estado. Hoy, poco después de que se celebraran Elecciones Generales en nuestro país, me preocupa en concreto la definición como “democrático” de nuestro modelo político, y, de entre los distintos males que afectan al mismo (como es, por ejemplo, la crisis de representatividad en la que vivimos por la desconexión entre políticos y ciudadanos, de la que dan buena prueba movimientos como el 15-M o la creciente aceptación de gobiernos tecnocráticos ante la incapacidad política), me centraré, sin embargo, en uno particular: la quiebra de la proporcionalidad de la que adolece nuestro sistema electoral. Un “hecho” que afecta notablemente a la composición de nuestro Congreso, y que me atrevo a definir como un “mal” en tanto que impugna parte del núcleo de nuestro derecho de sufragio como ciudadanos. Para realizar esta crítica me serviré de las concienzudas reflexiones del Tribunal Constitucional Federal alemán en su sentencia de 30 de junio de 2009 sobre el Tratado de Lisboa.
Como decía, es un lugar común el que en España nuestro sistema electoral distorsiona la proporcionalidad de forma dolorosa: no cuesta lo mismo conseguir un escaño en unos territorios que en otros, ni a unos partidos que a otros (mientras que a UPyD le ha costado cada escaño como media 228.048 votos o 152.800 a IU, otros partidos los obtienen con menos de una cuarta parte de votos –el PP, por ejemplo, 58.230 votos o 47.661 a AMAIUR-). Ergo, hay votos que valen más y votos que valen menos. En una Cámara como es el Congreso de los Diputados llamada a ser el lugar de expresión de la voz del pueblo español -entendido como el conjunto de ciudadanos libres e iguales-, se deforma la composición de la misma y quedan infrarrepresentadas –en definitiva, se castiga- a aquellos grupos políticos minoritarios que tienen sus votos distribuidos a lo largo del territorio nacional. Ello se comprueba de un golpe de vista: valga de nuevo como ejemplo UPyD que con un 4,69% de los votos y 1.140.242 de votantes tiene 5 escaños; mientras partidos como AMAIUR alcanza los 7 diputados, con el 1,37% de los votos y 333.628 votantes; o, más sangrante, los 16 escaños de CIU con 1.014.263 votantes que suponen tan sólo un 4,17% de los votos. Si contrastamos estos resultados con los de las elecciones europeas (2009), donde se sigue un modelo de circunscripción única, las diferencias son notables: por ejemplo, los partidos nacionalistas agrupados en la “Coalición por Europa”, alcanzan un 5,10% de los votos (808.246 votantes), y sólo 2 escaños; UPyD, con algo más de la mitad (2,85%-451.866 votantes), consigue entonces un escaño. No obstante, no digo que la circunscripción única sea la única, ni la mejor solución. La respuesta a esta situación es compleja y, si bien es cierto que hay que cuidar la estabilidad de gobierno, tampoco cabe duda de que es necesario introducir correctores en nuestro sistema electoral para garantizar una mayor proporcionalidad (entre otros: que una parte de los diputados sean elegidos en circunscripción única, revisar el reparto de restos y las barreras de entrada); medidas que creo que también deberían ser combinadas con un intento de buscar listas abiertas y con una reforma del Senado como verdadera cámara territorial.
No andar en este sentido merma el mandato democrático de nuestra Constitución. El principio democrático exige que una decisión de la mayoría en el Parlamento represente a su vez una decisión de la mayoría del pueblo; no caben distorsiones, y, menos que en ningún sitio, en la Cámara baja. En palabras del TC alemán, refiriéndose al sistema electoral del Parlamento europeo pero aplicable a nuestro modelo: “En los Estados federales, tales desequilibrios tan marcados son, normalmente, sólo tolerados en la segunda Cámara del Parlamento (…) Pero no son aceptados en el propio órgano de representación del pueblo, porque de otro modo dicho órgano no podría representar al pueblo de forma acorde con el principio de libertad personal y de modo respetuoso con la igualdad” (286). Más claro, agua.
Una distorsión que a lo largo de los más de treinta años de democracia, aunque haya dado gobiernos estables –a diferencia de Italia-, ha generado por el contrario graves problemas de gobernabilidad. Cada vez que un Gobierno nacional no ha tenido mayoría absoluta se ha visto obligado a claudicar en pactos con grupos nacionalistas que, de manera directa y sin tapujos, han comprometido el interés general de los españoles. Algo que con vista hacia el futuro, donde la presión nacionalista se puede presumir cada vez mayor, hará insostenible nuestro sistema. O se garantiza al menos un Congreso representativo del interés general sin ataduras o se hará imposible siquiera “conllevar” la tan manida cuestión autonómica –recordando las palabras de Ortega y Gasset en su discurso en las Cortes Constituyentes de 1932 sobre el Estatuto catalán-.
En definitiva, visto lo visto, terminar con una última afirmación del alto Tribunal alemán -que no todo lo que nos viene de allí tienen que ser cuestionables imposiciones económicas-: “la igualdad entre todos los ciudadanos del Estado en el ejercicio del derecho de sufragio constituye una de las bases fundamentales del orden estatal” (282). Lo dicho, “one man, one vote”.
Germán M. Teruel Lozano
Doctorando Europeo en Derecho constitucional
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